Una de las primeras cosas que un ser humano hace en la vida es llorar. Llora para pedir algo, para ser ayudado. Para pasar de la insatisfacción a la satisfacción y del mal al bien. Podemos decir, entonces, que el acto de expresión de malestar por una cosa es uno de los instintos más arraigados en el ser humano, prueba de su condición de ser vivo (véase irritabilidad) pero que en un ser racional se puede expresar en conceptos entendibles. A esto último le denominamos «Queja».
Hoy por hoy, la queja tiene una connotación negativa. En los manuales sobre superación personal, autoayuda, coaching, se enseña a desterrar la queja de la vida. Se dice que la queja, el reclamar por las cosas malas, sólo sirve para predisponernos mentalmente hacia el fracaso, y que debemos tener en nuestra mente y nuestro lenguaje en modo “positivo”. Y si bien en la mayoría de casos hay buena intención, aparte de ser deseable tener una actitud productiva y proactiva, la queja ante los hechos negativos de la vida no puede ser suprimida sin más, ya que incluso la queja, bien usada, es un elemento positivo para la vida personal y social.
Una de las razones para defender la queja es que sin ella no sabríamos qué cosas están mal, y si no se sabe, no se podrían mejorar. La queja, como dije antes, es la expresión de la insatisfacción, esto es, la contrariedad entre lo que es y lo que debería ser o es deseable. Ninguno de los grandes cambios en la Historia pudo haberse producido sin que hubiera alguien que manifestara su descontento, sea en el grado que sea, con alguna cosa. Sin la queja de los Ilustrados, no habría revoluciones liberales. Si los obreros no se quejaran de su situación, la Seguridad Social quizás ni existiría. Igualdades, libertades, no se podrían disfrutar como derechos si no hubiera gente que no se hubiera lamentado de vivir en desigualdad u opresión.
La primera función de la queja, entonces, es poner el problema en conocimiento, para ver si hay alguna solución al mismo.
Una segunda función que debemos reconocer a la queja es la de actuar de moderador ante la visión de la gente. Como lo diría Barbara Ehrenreich en su libro “Sonríe o muere…”, una de las causas de la crisis económica de 2008 fue el hecho de que se “censuró” la opinión de quienes advertían la posibilidad de problemas que se generaban por culpa de la burbuja inmobiliaria que se estaba produciendo en esos momentos. Se vivía una época de plata dulce y aquellos que llamaban a la calma eran vistos como gente amargada que no se avenía con el espíritu general de la época.
Y es que no podemos ser como el tipo que en medio de la tormenta se queda esperando sin más que el tiempo cambie. Tampoco se trata de ser un quejumbroso que lamenta el momento y no hace nada. Es mejor adoptar la actitud de quien se dispone a arreglar las velas. En este caso, el que ante los problemas advierte que existen, y llama la atención para que se puedan corregir. Acallar su voz, aunque nos quite el malestar de oírlo, es pan para hoy y hambre para mañana.
En tercer lugar, es bueno que la queja se pueda expresar, porque hay que canalizar la rabia contenida. Los problemas de la vida, grandes o chicos, provocan malestar, y eso tiene su efecto sicológico. Y si no se procura una solución a esos problemas, ni tampoco se deja expresar el malestar, provoca graves consecuencias para la salud de las personas, y para la convivencia de éstas y su entorno. Por ello, siempre de un modo adecuado y que no sea dañino, expresar la rabia, expresar la queja, debe ser permitido.
Por lo pronto, ya que soy abogado, la queja es un derecho reconocido por nuestro ordenamiento jurídico. A fin de cuentas, la Constitución en su art. 19 reconoce como derecho fundamental la libertad de expresión y de opinión (Nº 12) y la presentación respetuosa de solicitudes a la autoridad (Nº 14). Asimismo, los tratados internacionales sobre Derechos Humanos, como la Convencion Americana de DDHH o el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, recogen estas libertades en términos semejantes. Así, por ejemplo, este último pacto garantiza que “Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones”, y combinado con otros derechos recogidos en estos instrumentos permiten consagrar un derecho a la “queja activa”, que va más allá del mero lamento para ir a la búsqueda de soluciones efectivas a los problemas que vive la gente.
Por otro lado, no olvidemos los leguleyos que la queja constituye uno de los recursos procesales que establecen las leyes contra ciertas resoluciones. Y en este sentido, todo recurso procesal es una queja (en el sentido de reclamo) contra una decisión judicial. Para qué decir sobre la demanda, que es «la» queja que una persona realiza ante un órgano jurisdiccional. Y en otras materias, como el Derecho de Consumo, la queja del consumidor constituye un elemento fundamental para que se respeten los derechos de la parte más débil del comercio. Entonces, el derecho a quejarse está más que conocido en el sistema jurídico.
Pero como todo derecho, su ejercicio debe realizarse de manera consciente, en el sentido de que la queja tiene por fin ayudar a buscar la satisfacción de aquello que hasta ahora no ha sido resuelto.
Así, la queja no debe quedar como un plañido lastimero sin oficio ni beneficio. Hay que «saber quejarse», y pensarla dos veces antes de hacerlo. ¿Va a ser útil? ¿Podrá dañar innecesariamente a alguien? ¿Estoy en posibilidad de solucionar el problema antes? En todo caso, esta búsqueda de «utilidad» no debe ser excusa para censurar este derecho, sino para reconducirla a un propósito.
En segundo término, antes de la queja pública conviene conversarlo con alguien de confianza. O con alguien con experiencia en el caso por el cual uno quiere quejarse. Un grito desenfrenado en medio de la nada puede servir, a lo más, de descarga de ira, pero en el peor se convierte en una afrenta a la sociedad, tan autorreferente últimamente… no es que defienda el actuar indiferente de ellos, pero es una muralla que existe y hay que saberla botar, porque si no sólo queda un cuerpo aplastado contra ella.
Bueno, este es mi pequeño aporte. No es que esté defendiendo el pesimismo, ni la «mala vibra», simplemente es que pareciera que este mundo nos exige la risa del payaso, y hay días en que uno está mal, y deberían darnos un espacio para poder sentir tristeza. La alegría no puede tenerse como una obligación pensada sólo para los otros. Ante todo, hay que solucionar los problemas, y la queja es una manera, molesta pero real, de ponerlo en tabla.