En el otro blog hice un comentario sobre la llamada «Autonomía Progresiva», y comentaba que para una aceptación general debía cederse en el hecho de que no puede excluirse a padres ni a otros adultos de su labor de supervigilancia. Hay discusión, claro, ya que el mundo liberal y/o progresista tiende a renegar de la presencia adulta por ser ésta un «lastre retrógrado» en el pleno ejercicio de los derechos y garantías de los jóvenes, debido a las diferencias generacionales inherentes a la relación padre-hijo, con el consiguiente conflicto en cuanto a las figuras involucradas y su rol tanto interno como externo. A su vez, las posiciones conservadoras temen que el reconocimiento de la figura en cuestión derive en un socavamiento de las bases morales de la sociedad y en la destrucción de la familia, lo que llevaría a que los niños quedaran en la anomia y a merced de muchos peligros.
Ambas posiciones, pese a las divergencias que se exhiben, tienden a un concepto común, que es el Interés superior del Niño. Para unos, este interés se relaciona con la libertad que deben tener los jóvenes en cuanto al ejercicio de sus facultades, sólo limitado por el derecho de los demás. Para otros, en cambio, dice relación con la pertenencia del menor a una sociedad y su integración en ella, por lo que debe estar guiado por los adultos.
Pero qué es el Interés Superior del Niño
En realidad, el concepto de Interés Superior del Niño, recogido en instrumentos como la Convención de Derechos del Niño, no tiene una definición clara. Es loable que ambos bandos declaren que su interés es «lo mejor para los niños», pero muchas veces confunden su idea de qué es «lo mejor» con lo que realmente es.
Nuestro Código Civil, en su art. 222, señala que los padres, en cuanto autoridad, deben tener como preocupación fundamental este interés, con miras a su mayor realización espiritual y material posible, y lo guiarán en el ejercicio de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana de modo conforme a la evolución de sus facultades. Es decir, relaciona el concepto con una suerte de guía para el ejercicio de los derechos y garantías, tanto generales (aplicables a todo ser humano) como especiales de esta edad.
Asimismo, el art. 16 de la Ley de Tribunales de Familia lo establece como uno de los principios del proceso judicial, estableciendo el deber general de protección y fomento de los derechos infantiles en el juicio, especialmente el derecho del menor a ser oído.
Como podemos apreciar, el Interés Superior del Niño se convierte más en un instrumento adjetivo, como un medio por el que la sociedad «adulta» debe guiar a los jóvenes a el ejercicio correcto de los demás derechos. No obstante, tampoco establece un comportamiento determinado a seguir por los padres o demás gente mayor en la relación cotidiana con los niños y adolescentes.
Y uno de los grandes problemas, reconocido por el propio Comité de Derechos del Niño, es la ambigüedad del término, señalando que en sí es complejo, dinámico, flexible, adaptable y que se debe evaluar en cada caso. Eso es lo que hace saltar las alarmas, ya que se cruzan aspectos sociológicos, ideológicos, que terminan confundiendo aún más.
Opinión Personal
Dado entonces la «plasticidad» con que se usa el concepto, intentaré dar una visión realista, quizás un tanto conservadora pero que planteo desde el deseo de establecer un consenso mínimo, alejado de las posturas
En mi modesta opinión, el Interés Superior del Niño debe traducirse en generar las condiciones necesarias para que el joven se desarrolle con plena conciencia de sus derechos y deberes para consigo mismo y para con su entorno, con miras a su integración progresiva en la sociedad «adulta», con libertad pero con responsabilidad.
Si revisamos bien el catálogo de la Convención de Derechos del Niño y lo comparamos con los catálogos de los otros instrumentos de Derechos Humanos, universales o locales, podemos concluir que no se tratan de derechos muy distintos a los de la humanidad en general, sino que más bien son una adaptación de estas garantías generales a la situación especial de los niños y adolescentes, hecha para suplir ciertas carencias propias de la edad que, con los años, van cediendo a un manejo más responsable de la vida.
Y es que aunque el mundo de hoy pareciera querer negarlo, hay una cosa que es inamovible: la niñez y la adolescencia son temporales, no duran para siempre, y terminan inexorablemente en la adultez. Ergo, el joven debe ser conducido para «entrenarse», si puede decirse así, en algunas cosas que más adelante deberá utilizar si quiere ser un ser útil a la sociedad y a sí mismo, entendido el entorno en que vive. Entorno que, en todo caso, debe ser consciente de que el sujeto, desarrollado o no, tiene una serie de garantías que no pueden ser trasgredidas, sobre todo en el caso de los que todavía deben ser entrenados.
Por ello, decía en la otra columna, la Autonomía Progresiva no puede entenderse sin considerar el rol de los padres, tutores, profesores, y en general la sociedad, porque éstos deben suplir las carencias propias de la edad de los niños y jóvenes. A su vez, tampoco podemos volver al pasado y mirar la niñez como una «ciudadanía de segunda categoría», anulada en sus expresiones y conminada a ser un eco de la voluntad de los grandes.
Por ello es que el concepto habla de «progresividad». Debe abandonarse la idea jerárquica de la edad, en la idea de «menores y mayores», y ello obliga a que el niño tenga un espacio de autonomía que, en la medida que demuestre madurez y adaptación, crezca y se redefina. Darles a probar de a poco el «sabor de la ciudadanía», que es dulce pero también agraz, y evitar arrebatamientos apresurados de los que quizá se arrepienta el día de mañana. Ir de a poco, alentando y vigilando, y por ello el rol «adulto» como ente garante es necesario, pero no al punto de anular la identidad del niño o adolescente.
Por otro lado, algo que no se ha trabajado es el liderazgo de los adultos y especialmente los padres. Ya no estamos en los tiempos en que la potestad parental se basaba en el miedo y la violencia. Hoy los jóvenes son más críticos, más contestatarios, y más observadores. Así, tanto el Estado como la sociedad deben redefinir la necesaria autoridad paternal (o maternal) en términos de superar la verticalidad de antaño, y pasar a un sistema más «diagonal», en que el padre debe mirar a su hijo y saber que, antes de sus palabras, son sus actos los que definen su rol formador.
En una palabra: que los adultos comprendan qué es el Interés Superior del Niño, y que los jóvenes sepan que deben prepararse, porque la juventud no es para siempre.
Conclusión
Entonces, el Interés Superior del Niño no es sino la necesaria preocupación de proteger y guiar bien a los jóvenes con miras a que el día de mañana puedan ejercer bien su rol como ciudadanos. Ahora, las discrepancias entre autonomía y responsabilidad, entre diversas miradas morales, son cosas que deben analizarse para resolver esos conflictos, justamente, con esa visión.
Para saber más
Hay harta información sobre el principio del ISN y la autonomía progresiva que se puede buscar en Google. Incluso tesis de grado tratan el tema. Para no ser baneado por el tema de los links, dejaré sólo una muy pequeña referencia.
- Radio Biobío. «Gobierno retiró urgencia a proyecto de «autonomía progresiva» por falta de apoyo en el oficialismo«. (30 junio 2019)
- Marcela Acuña (2015). «Aplicación judicial de la autonomía progresiva de los niños«. En El Mercurio Legal.
- Mario Correa (2008). «El interés superior del niño en el Derecho chileno«. En Ars Medica, 37 (1).